Esta historia es, también, sobre un árbol.
Es difícil decir qué tipo de árbol era, pero podríamos describirlo como un encino de formas caprichosas: no era inmenso pero tampoco podría decirse que fuese pequeño. La mejor forma de describirlo, sería diciendo que era imponente. Su tronco era ancho, robusto, de una corteza firme, aunque con frecuencia ésta daba la impresión de estar un poco seca. Aunque no era el árbol más alto del bosque, el grosor de su cuerpo y la extensión de sus ramas frondosas hacían que quien pasara cerca de él tuviese que detenerse para contemplarlo.
Sus raíces formaban figuras divertidas sobre la hierba, antes de ir a enterrarse en lo profundo de la tierra. Conejos y ardillas pasaban largas horas jugueteando en los laberintos que trazaban estas peculiares raíces. Todo tipo de aves, grandes y pequeñas, solían aprovechar una que otra temporada para establecer su nido en la maraña formada por sus firmes ramas. Sus hojas cambiaban con poca frecuencia, así que lucía verde y frondoso casi todo el tiempo.
Entre la alegría de los animales que jugaban a sus pies, y la tranquilidad de los que construían un refugio entre sus brazos, nuestro querido árbol estaba siempre rodeado de alegría.
Era un árbol feliz.
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