¿He dicho que el imponente encino de nuestra historia era feliz? Es verdad. Aunque, posiblemente en este caso también he exagerado un poco. Su existencia no era desdichada, ¡de ninguna manera! Es sólo que… había cierta melancolía dibujada en su corteza.
Para entender cómo era esta melancolía, podrías imaginar a este hermoso árbol cuando, al llegar la noche, todos —excepto él y las lechuzas— se iban a dormir. Si pudieras mirar de cerca su corteza —que es igual que su mirada, pues aunque los árboles no tienen ojos, pueden ver a través de su piel—, descubrirías que aunque era firme, se resquebrajaba un poco, como si se fuera a desprender. Notarías en las figuras de esa corteza que, aunque estaba dibujada la alegría de quienes lo rodeaban todos los días, no había ninguna marca de su propia felicidad.
Así, pues, diremos que nuestro árbol se sentía dichoso de hacer felices a los demás… pero a veces se sentía solo. Y eso le hacía ponerse un poco triste.
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