V

Me parece que he olvidado decir algo (aunque quizá tú ya lo supones). Ani y el árbol del que venimos hablando vivían en el mismo bosque. Lo curioso, es que nunca se habían encontrado.

Hasta aquella mañana. Fue justo cuando Ani despertó tras los festejos de su cumpleaños. Había dormido tanto en esos dos días, y se sentía tan alegre, que decidió caminar un poco más lejos de lo acostumbrado.

Y así, un par de horas después de vagar sin rumbo, se topó con él.

Ya he dicho que era difícil resistirse ante la belleza peculiar de nuestro árbol, así que no es extraño imaginar que, al verlo, Ani quedó como congelada: sus ojos, inmensos, quedaron fijos en las formas enredadas y divertidas de aquellas ramas.

Después de unos segundos de contemplarlo, avanzó lentamente. Pronto cruzaron frente a ella un par de ardillas que jugueteaban escondiéndose entre las raíces levantadas. Hizo una pausa para verlas perderse entre las marañas del tronco. Sonrió y descubrió una mariposa revoloteando a su lado. Se sentó a la sombra de aquel majestuoso encino, para mirar sus formas caprichosas.

De pronto, tomándola por sorpresa, escuchó la voz de aquel árbol. Una voz que se desprendía de las ramas, movidas suavemente por el viento.

—Buenos días, pequeña hada.

Ani soltó una risa pequeña, parecida a esas que dejas escapar cuando has hecho una travesura.

—¡Hola!— respondió, dejando salir otra risita de aquellas.

—¿Pasa algo?— preguntó el árbol. —¿A qué se debe esa risa traviesa, pequeña hada?

—No es nada— dijo Ani riendo un poco todavía. —Es curioso cómo me has llamado.

—¿Cómo? ¿Pequeña hada?

—¡Sí!— dijo Ani, soltando ahora ya una hermosa carcajada.

—¿Y por qué resulta eso tan curioso?— preguntó intrigado el encino.

Ani no paraba de reír. Pero comprendió que aquel no era probablemente un comportamiento muy educado, así que tomó aire y, después de una pausa, respondió más tranquila:

—Pues porque no soy un hada.

—Ah, ¿no? Perdona entonces mis palabras.

—No, no importa. Me gusta cómo se escucha.

—Pues es que como te vi con…, pensé que tus… Ah, no es nada… Olvídalo. Quizá es que estoy poco habituado a ver por aquí seres cómo tú. Hace probablemente cientos de años que no se acercaba ninguno como tú a esta parte del bosque.

—¿Has dicho cientos de años?—, dijo Ani sorprendida, incapaz de imaginar cuánto podía ser eso. ¡Pensar que ella apenas había cumplido cinco!

—Es una manera de decirlo. La verdad es que hace tiempo que dejé de llevar cuentas. Sin embargo, si pudieras contar las capas de corteza que me cubre, descubrirías ciertamente que he vivido mucho tiempo.

—Eres muy bello, ¿sabes? Creo que nunca había visto en el bosque un árbol como tú. ¡Seguro que eres el más hermoso de todos!

Si los árboles pudieran sonrojarse, nuestro encino lo hubiese hecho. Pero los árboles, cuando sienten esa mezcla de alegría con un poco de vergüenza, simplemente sacuden un poco sus ramas, como queriendo ocultarlas. Y eso fue lo que hizo este árbol.

—Gracias, pequeña hada, pero creo que exageras un poco. Quizá no has conocido suficientes árboles. O quizá no has puesto suficiente atención. Pero, de cualquier modo, agradezco tus palabras.

—Es verdad que no conozco a todos los árboles del bosque. Pero he visto bastantes. Y nunca había visto uno con el rastro de tantos nidos, ni con las huellas de tantos juegos alrededor de sus raíces. ¡Eso me gusta mucho!

Mientras Ani hablaba, sus ojos brillaban de un modo especial. Es verdad que nunca antes había visto tantas cosas reflejadas en la corteza de un árbol. Eso la entusiasmaba, así que sin pensarlo dos veces se puso a describirle algunas de las hermosas figuras que descubría en su tronco, sus ramas y sus raíces. Él la escuchaba atento, emocionado. Y por cada imagen que ella evocaba, él le narraba alguna historia de las tantas que a través de su vida había atestiguado.

Así, sin que ninguno se diera cuenta, pasaron largas horas.

Cuando el frío anunció que empezaba a anochecer, Ani supo que debía volver a su pequeño refugio de hojas y flores.

—¿Puedo visitarte mañana?—, le preguntó al árbol antes de despedirse.

—¡Por supuesto!— respondieron sus ramas de inmediato. —Si tú no lo proponías, yo mismo te lo hubiese pedido, pequeña hada.

Ani soltó una más de sus risas traviesas, y sus mejillas se pusieron un poco coloradas.

—Pues muy bien. Mañana aquí estaré. ¡Muchas gracias por tus historias!— dijo Ani que ya corría por una vereda rumbo a casa.

—Hasta mañana, pequeña, que tus sueños sean dulces como tu mirada— se despidió el viejo encino.

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