VIII

No es difícil imaginar lo que sucedería en los días siguientes: cada mañana, Ani buscaba la forma de cumplir pronto con todas las responsabilidades que se había formado en el bosque —como alimentar a las crías desprotegidas que de vez en cuando aparecían en los alrededores, o limpiar un poco el exceso de hojarasca que se acumulaba en algunos rincones— para acudir pronto a lado de su nuevo amigo. Él le contaba a ella algunas historias y juntos disfrutaban descifrar nuevos misterios a partir de estos relatos.

Cada día, la admiración y el cariño que Ani sentía por aquel encino, crecían enormemente. Y de la misma manera aumentaba la fascinación de viejo árbol por la chispa que habitaba en la mirada de la pequeña. En sus largas conversaciones, Ani aprendía nuevas formas de ver el mundo que la rodeaba. Y el viejo árbol se emocionaba conociendo nuevos rincones del bosque a través de la mirada de la pequeña. 

Aunque por momentos ni ella ni él parecían notarlo, algo en ambos venía transformándose. En Ani, el resplandor de los ojos era cada vez más intenso. En el árbol, el follaje parecía reverdecer más cada mañana. Quizá era por las noches cuando los dos caían en la cuenta de que algo estaba sucediendo: ella notaba cómo el huequito de su alma parecía estarse llenando; él percibía la forma en que su corteza se reforzaba y adquiría un brillo especial. 

Una tarde, poco antes de que la luz anunciara la hora de despedirse, el árbol notó que Ani estaba más pensativa que de costumbre.

—¿Pasa algo, pequeña hada?— preguntó el árbol después de un largo silencio.

Ani, que contemplaba fijamente el cielo, tardó un poco en reaccionar. Respondió de una forma que acostumbraba con frecuencia: haciendo otra pregunta.

—¿Alguna vez te has sentido solo?—. Antes de permitir que el árbol dijera algo, Ani siguió hablando. —A mí me sucede muchas veces cuando me quedo mirando el cielo. No es que me ponga triste. Es sólo como si… como si extrañara algo. 

Ambos permanecieron un rato sin pronunciar palabras. Fue el árbol quien decidió romper el silencio:

—¿Has imaginado qué es aquello que echas de menos? O, ¿has imaginado cómo podrías descubrir qué es eso que te hace falta? Por tu mirada, es evidente que eso que anhelas está en el cielo. ¿Has intentado volar?

Ani lo miró con sorpresa, abriendo inmensamente sus ojos radiantes. ¿Volar? ¿De dónde se le ocurría al viejo encino semejante idea? La noche se acercaba. Ani se puso de pie, abrazo el tronco de su amigo y, sin decir nada, se alejó para irse a dormir. 

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